Mi cielo vacío
Él me recogía del suelo en el patio del colegio, y más tarde en la calle, en los bares, en la facultad, en la vida. Cuando éramos pequeños, se tumbaba boca arriba y yo me sentaba en sus rodillas y agarraba sus puños —Churrito, vamos a hacer la moto— y me acunaba cuando Mamá me echaba la bronca. Cuando lloro, él se bebe mis lágrimas. Y ahora sólo es una sombra de tristeza. Qué voy a hacer con la vida, cómo explicarle que caminaría descalza los desiertos para que pudiera olvidar, dormir por las noches, ni con qué dolor empezar a luchar.
El domingo por la mañana, un amante me acunó y tuve que contener las lágrimas; qué momento extraño es este en el que cambio los brazos de mi hermano por la piedad de un hermoso cuerpo perdido entre mis sábanas, cómo podré asumir la crueldad del mundo, ahora que no queda tiempo para ser la niña necesitada de cuidados, ahora que no sé cómo ser una adulta, y grito delante de veinte personas que no puedo más, que estoy tan asustada que no recuerdo lo que es dormir, que le quiero y reclamo su dolor para mí, todo para mí, que alguien me regale su dolor.
Solamente pido un poco de felicidad para él, el cuidador de mis sonrisas.
Que nadie me acaricie. No sabré estar a la altura.
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