lunes, 16 de octubre de 2006

Nuestra primera vez


Debimos rozarnos apenas, escondidos cada uno detrás de una piedra, con el tomillo adornándonos la mirada y el corazón dado la vuelta. Mi amor apretó entonces un saltamontes entre sus dedos y la niña que yo era acogió ese aliento desconocido en la nuca. Creía haberlo olvidado, el autobús, los gritos, el bocadillo, el chándal del colegio, la autorización para el viaje, esa horrible construcción en cuyo seno mi amor se mecía sólo cada noche; pero aquella mañana se abrieron las ventanas y entró la primavera.
Los dos fuimos rubios y ángeles y niños terriblemente tristes.
Estábamos muy solos. Estuve allí, fui a buscarle, y nuestras piernas llenas de postillas perdieron la movilidad mientras nos acogíamos mutuamente con la mirada.
Aquella lagartija en su mano, mi primer regalo, se retorció entre mis piernas y tomó medidas de mi cuerpo, y después volvió a su hombro para susurrarle dónde encontrarme cuando fuera el momento.
Desde entonces, nuestro mundo está lleno de preciosas salamandras que le cuentan mis secretos.