viernes, 23 de septiembre de 2005

El maestro de esgrima

Tiene su rollito, sí señor. No me extraña que se hayan hecho novelas e incluso pelis malas como A los que aman. Sobretodo ahora que estoy aprendiendo, y mi profesor se pasa las horas enseñándome a agredirle. Imagínense: un grupo de gente con un arma de forma evidentemente fálica en su mano y con la finalidad de rozar el cuerpo de los otros con la puntita nada más de esa extensión egocéntrica del yo intrínseco, como diría mi Loquera recientemente abandonada. Y leches, que, además, siguiendo mi línea, soy la única mujer de toda la clase y la más bajita, claro. Así que ayer asaltamos por equipos y todos querían ir conmigo, hasta el profesor –de ahora en adelante el Señor Touché– pero no porque sea buena, sino porque aunque apunto al pecho, suelo irme a tocar al pan. Y eso tiene que doler, créanme. Nadie quiere ir contra mí. Pero me he ido del tema, cual Cervantes con los vizcaínos: he dejado al Señor Touché con la espada enhiesta enseñándome a agredirle. Es decir, que tengo una espada en la mano y un hombre que me pide a gritos que le toque con ella. Y adelanta el pecho esperando la embestida; si lo hago bien –porque a veces lo hago bien, ein- coge la punta de mi espada, tira de ella hasta que quedamos casi pegados y me dice: Ahí ha dolido, Gata. Y cuando es el quien me toca –y no es un juego de palabras, se dice así- mis lorcitas quedan magulladas con pequeños moratones de parecido razonablemente preciso a los chupetones. Al final todos terminamos sudando muchísimo, y, claro, yo respiro feromonas a saco, lo cual bien puede explicar este post, dicho sea de paso. Ustedes juzguen. Yo, de momento, tengo más esta tarde. Para que luego digan que hacer deporte calma el espíritu.