miércoles, 25 de febrero de 2004

SOLAMENTE

ya comprendo la verdad

estalla en mis deseos

y en mis desdichas
en mis desencuentros
en mis desequilibrios
en mis delirios

ya comprendo la verdad

ahora
a buscar la vida

lunes, 16 de febrero de 2004

Santorini

La arena negra de la playa, movida por el viento, levanta la mirada hacia el volcán del que procede. Santorini, toda blanca y azul, toda agua y fuego, esconde bajo las aguas un secreto tan grande como el mar. Sus habitantes tienen un brillo marítimo en la piel, y las largas cabelleras de las mujeres saben a algas.
La isla se mece suavemente al ritmo de la marea. Ya cerca de Akrotiri, comida por la lava y borrada por el tiempo, seguimos el contorno de las ruinas y la silueta de la tierra hasta que el sol atrapa nuestra mirada. Y allí abajo, al otro lado del suelo que pisamos, otra ciudad se despereza ante el nuevo día, y su habitantes miran hacia arriba y encuentran un azul tan limpio como el cielo.
Las playas son comidas, durante el día, por el agua salada, porque sus guijarros contienen los secretos de los que se alimenta la ciudad sumergida. Por eso, el anochecer de Santorini es una algarabía en la que se puede escuchar a los ciudadanos del mar utilizando la marea para robar las piedras en los que los viajeros encerraron las cosas que nunca se atrevieron a contar.
Al marcharse, los secretos dejan constancia de su viaje entonando una cadencia que rompe el sonido de las olas en mil pedazos.



viernes, 6 de febrero de 2004

Las ciudades y los días

Al llegar a Varsovia, el caminante se convierte en una niña llamada Anna, quizás. O en un alquimista, que, en el fondo de su taller, busca sin descanso entre las líneas del Torah. Varsovia se rehace cada día, se retuerce sobre sí misma; reduce el tiempo a un solo momento, a una sola vida que cada día se renueva y se extingue inevitablemente mientras los manzanos florecen, al otro lado del Vístula
En la Plaza del Mercado, un viejo pintor olvida los muros del gueto, las alambradas, y su alma hecha jirones se deshace bajo el sol de la suave tarde de verano. El empedrado de las calles que bajan desde la ciudad vieja hasta las orillas del Vístula reproduce los pasos del caminante uno a uno, y su eco tiene una cadencia distinta a la de otros lugares menos hermosos; aquí las piedras están marcadas con el ritmo de la lucha, de la supervivencia, del conocimiento del propio fin.
Un piano suena, interminablemente, en la noche de Varsovia. Cerca de Kanonia, los candelabros de siete brazos nos regalan su luz a través de los ventanucos y, mientras, una niña llamada Anna juega a la rayuela y llega al cielo, justo en el mismo instante en el que un alquimista deja caer sus doradas gafas lentamente, y cierra el libro que tiene entre sus manos para mirar esa pequeña verdad de tiza y descifrar su sencilla caligrafía de cuaderno escolar. Y envidia la suerte del caminante, la música de sus talones sobre el empedrado, el tacto de sus dedos sobre las rojas paredes de las casas, las puertas que se cierran para no volver a abrirse nunca más.