lunes, 16 de febrero de 2004

Santorini

La arena negra de la playa, movida por el viento, levanta la mirada hacia el volcán del que procede. Santorini, toda blanca y azul, toda agua y fuego, esconde bajo las aguas un secreto tan grande como el mar. Sus habitantes tienen un brillo marítimo en la piel, y las largas cabelleras de las mujeres saben a algas.
La isla se mece suavemente al ritmo de la marea. Ya cerca de Akrotiri, comida por la lava y borrada por el tiempo, seguimos el contorno de las ruinas y la silueta de la tierra hasta que el sol atrapa nuestra mirada. Y allí abajo, al otro lado del suelo que pisamos, otra ciudad se despereza ante el nuevo día, y su habitantes miran hacia arriba y encuentran un azul tan limpio como el cielo.
Las playas son comidas, durante el día, por el agua salada, porque sus guijarros contienen los secretos de los que se alimenta la ciudad sumergida. Por eso, el anochecer de Santorini es una algarabía en la que se puede escuchar a los ciudadanos del mar utilizando la marea para robar las piedras en los que los viajeros encerraron las cosas que nunca se atrevieron a contar.
Al marcharse, los secretos dejan constancia de su viaje entonando una cadencia que rompe el sonido de las olas en mil pedazos.