viernes, 6 de febrero de 2004

Las ciudades y los días

Al llegar a Varsovia, el caminante se convierte en una niña llamada Anna, quizás. O en un alquimista, que, en el fondo de su taller, busca sin descanso entre las líneas del Torah. Varsovia se rehace cada día, se retuerce sobre sí misma; reduce el tiempo a un solo momento, a una sola vida que cada día se renueva y se extingue inevitablemente mientras los manzanos florecen, al otro lado del Vístula
En la Plaza del Mercado, un viejo pintor olvida los muros del gueto, las alambradas, y su alma hecha jirones se deshace bajo el sol de la suave tarde de verano. El empedrado de las calles que bajan desde la ciudad vieja hasta las orillas del Vístula reproduce los pasos del caminante uno a uno, y su eco tiene una cadencia distinta a la de otros lugares menos hermosos; aquí las piedras están marcadas con el ritmo de la lucha, de la supervivencia, del conocimiento del propio fin.
Un piano suena, interminablemente, en la noche de Varsovia. Cerca de Kanonia, los candelabros de siete brazos nos regalan su luz a través de los ventanucos y, mientras, una niña llamada Anna juega a la rayuela y llega al cielo, justo en el mismo instante en el que un alquimista deja caer sus doradas gafas lentamente, y cierra el libro que tiene entre sus manos para mirar esa pequeña verdad de tiza y descifrar su sencilla caligrafía de cuaderno escolar. Y envidia la suerte del caminante, la música de sus talones sobre el empedrado, el tacto de sus dedos sobre las rojas paredes de las casas, las puertas que se cierran para no volver a abrirse nunca más.