miércoles, 21 de enero de 2004

el miedo...

Ahí está. En la misma posición, la espalda bien recta, la voz agazapada esperando la señal para el interrogatorio; siempre quiere saber más. Mientras recojo mis hojas de la impresora o me preparo el segundo café de la mañana, se acerca a traición y me olfatea. Con quién dormiré, cuál es la marca del perfume, como sabrá su sudor. Los fines de semana lleva a los hijos de sus amigos al zoológico o al parque, y espera, con las manos en las rodillas y sus trajes caros ardiendo en el armario, que llegue el lunes. No pisa las calles, no existe cuando sale por la puerta. Nadie lo hace mejor que ella. Era feliz en su trabajo. Alguna vez fue bonita, pero supongo que el mundo ya no se acuerda de eso. Al conectar la alarma de la oficina y cruzar el parking en su mercedes, recuerda que no hay absolutamente nadie esperándola al otro lado. Para el coche y espera, espera con las manos en las rodillas y los ascensores en los talones al día que está por venir o que ya ha pasado, los atascos, el teléfono, el zumbido del ordenador. Eligió la felicidad ocho horas al día y no se acuerda cuando empezó a esperar, en qué momento cruzó la frontera de las cosas que ya no están.
Yo no. Yo he elegido la pérdida de las rosas.
Estoy sin fin en el mundo, gracias a dios.