jueves, 27 de enero de 2005

El necesario adiós

Tu corazón estaba hecho de nata, de cabello de ángel. Cómo no os dimos cuénta antes de que no aguantarías, que no sobrevivirías a tu bondad. Eramos demasiados los que anidábamos en tu pecho. Nunca cerrabas las puertas a nadie, no hubo arcángel Gabriel ni espada de fuego a la entrada de tu cariño. Entre la inocencia y el dolor, elegiste lo más duro, querer sin restricciones, apartar a un lado nuestros demonios.
¿Sabes Sirenita? Cada vez te quiero más. Descubro cosas que no sabía y puedo ver con una nueva perspectiva nuestra relación. Y cada vez eres más bonita, sangre de mi sangre. No es la muerte la que te hace hermosa, ni el recuerdo, eres tú que sigues aquí para demostrarme que soy afortunada, que por fin conseguí que alguien me quisiera de verdad, y querer. No voy a protestar más, nunca más voy a estar sola, sé que me acompañas.
Tengo que decirte adiós. El otro día, T. me lo recalcó. Me voy escondiendo por las esquinas, como siempre, para no despedirme. No puede ser. Esta vez no vas a mover la manita mientras te lleva el coche, no me mirarás desde las escaleras del metro ni desde la puerta de casa mientras recorro el pasillo. Y se me llena la garganta de cuchillos, aunque no pueda llorar. Tengo un miedo terrible a decirte adiós. Me estoy haciendo la despistada. Pero tengo que hacerlo.
Compañera de camino, a partir de ahora vendrás siempre conmigo, donde quiera que vaya, mi cuerpo será tu cuerpo, mi piel tu piel. Este fin de semana tendré una herida en el pecho y te diré adiós, un adiós que es un para siempre, un vente conmigo, que es el único que puedo darte.
El aire que respire será el que tú compartas conmigo, Sirenita.
Voy a conseguir que de alguna manera sigas viva.